Al son del 3 x 4 y con el mítico
pasodoble del Sheriff “loquito por verte a mi vera” voy llegando a mi querido
Cádiz por el puente Carranza. Apago el aire acondicionado del coche y bajo las
ventanillas para disfrutar de su fresquito inconfundible y su olor a mar. Poco
a poco el salitre se va metiendo por mi nariz y si no fuera porque no llevo el
bañador parecería que estoy sumergido en su mar.
Un camino de semáforos hace más
nerviosa la llegada a mi casa. Aparco el coche y en el camino a mi hogar ya voy
identificándome con lo que soy, un gaditano más. Saludo a mis padres y en un
arrebato por aprovechar mi ciudad comienzo a ponerme el bañador. ¡Mama! ¿Dónde
está la crema? (O lo que en la mayoría de sitios se conoce como protector
solar) Que son los primeros días y no me quiero quemar. Busco la toalla, la
hecho sobre mi hombro y cojo el típico bolsito bandolero para guardar lo
importante: cartera, llaves, móvil y la propia crema solar que a mediados del
verano me dejará de acompañar. El sonido de las chanclas golpeando el suelo de
sus calles marca el camino a la playa. En el horizonte se divisa un singular
camino en el que puedes encontrar de todo. Una voz de pito se mete en mi oído a
medida que me acerco a la Plaza de las Flores y es que allí, en una de sus
esquinas, una mujer vende cupones de la ONCE. El Mercado de Abastos está
abierto y apetece entrar para ver su ambiente. Un Mercado bastante mejorado con
la ampliación de bares y comercio de venta de alimentos renace aquel viejo
lugar manteniendo su esencia. Allí podemos ver desde los camarones saltando en
los cucuruchos de papel de estraza dispuestos a convertirse en ricas
tortillitas hasta un local donde poder degustar los mejores vinos y quesos de
la zona. Ya queda menos para llegar. Sillas de playa, pintorescos bolsos y
estridentes sombrillas marcan el colorido más usual en las calles de Cádiz. A
medida que avanzamos el calor se hace notar pero la imagen que me espera es la
que nunca quiero olvidar.
La arena se pega a mis pies como
cual bebe a su madre cuando llora. Aquí mismo. Sin camiseta y estirando la toalla
sobre la arena me tumbo por poco tiempo porque con este calor al agua me voy a
tener que ir dirigiendo. La fría pero necesaria sensación del agua por mis
tobillos hace que me piense si entrar o no pero no me queda otra que armarme de
valor. Allí paso las horas, a la orilla de mi Caleta charlando con unos y
otros. Se acercan las 7 de la tarde. El sol ya no quema y poco a poco, de una
manera elegante, se va escondiendo tras las barcas caleteras. El movimiento de
las “bolichas” nos avisa que la tarde está en su mejor momento y es entonces
cuando me siento en mi toalla y tranquilo la contemplo. Un mágico atardecer me
llena de energía para luego en la semana no fallar ningún día. A la vuelta,
cuando la hora de cenar ya comienza, el olor a cazón en adobo y el brillo de
las caballas caracterizan a la calle la Palma que tranquila a la gente espera.
Y después de todo esto si alguien no entiende porque me gusta un día de playa
en la Caleta le pido que me disculpe y que me respete aunque ahora sea yo el
que no lo entienda.
Cuack!
Bastante gráfico el relato, enhorabuena. Por ponerle un pero,si me permites, sería el no hacer mención al olor a chicharrones del mercado, para los que somos de fuera y desconocíamos la existencia de esta maravilla culinaria, ese aroma debería ser patrimonio de la Humanidad . Por otra parte tal vez La Caleta no sea la mejor playa, pero tiene algo, quizás sea la plata quieta.
ResponderEliminarJaja...permitido el "pero" puedo decir que gracias a los artesanos de ese manjar podemos olerlo una vez que entramos en el casco antiguo. Aun así muchas gracis por el añadido.
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