lunes, 24 de junio de 2013

Simplemente Cádiz



Al son del 3 x 4 y con el mítico pasodoble del Sheriff “loquito por verte a mi vera” voy llegando a mi querido Cádiz por el puente Carranza. Apago el aire acondicionado del coche y bajo las ventanillas para disfrutar de su fresquito inconfundible y su olor a mar. Poco a poco el salitre se va metiendo por mi nariz y si no fuera porque no llevo el bañador parecería que estoy sumergido en su mar. 


Un camino de semáforos hace más nerviosa la llegada a mi casa. Aparco el coche y en el camino a mi hogar ya voy identificándome con lo que soy, un gaditano más. Saludo a mis padres y en un arrebato por aprovechar mi ciudad comienzo a ponerme el bañador. ¡Mama! ¿Dónde está la crema? (O lo que en la mayoría de sitios se conoce como protector solar) Que son los primeros días y no me quiero quemar. Busco la toalla, la hecho sobre mi hombro y cojo el típico bolsito bandolero para guardar lo importante: cartera, llaves, móvil y la propia crema solar que a mediados del verano me dejará de acompañar. El sonido de las chanclas golpeando el suelo de sus calles marca el camino a la playa. En el horizonte se divisa un singular camino en el que puedes encontrar de todo. Una voz de pito se mete en mi oído a medida que me acerco a la Plaza de las Flores y es que allí, en una de sus esquinas, una mujer vende cupones de la ONCE. El Mercado de Abastos está abierto y apetece entrar para ver su ambiente. Un Mercado bastante mejorado con la ampliación de bares y comercio de venta de alimentos renace aquel viejo lugar manteniendo su esencia. Allí podemos ver desde los camarones saltando en los cucuruchos de papel de estraza dispuestos a convertirse en ricas tortillitas hasta un local donde poder degustar los mejores vinos y quesos de la zona. Ya queda menos para llegar. Sillas de playa, pintorescos bolsos y estridentes sombrillas marcan el colorido más usual en las calles de Cádiz. A medida que avanzamos el calor se hace notar pero la imagen que me espera es la que nunca quiero olvidar.


La arena se pega a mis pies como cual bebe a su madre cuando llora. Aquí mismo. Sin camiseta y estirando la toalla sobre la arena me tumbo por poco tiempo porque con este calor al agua me voy a tener que ir dirigiendo. La fría pero necesaria sensación del agua por mis tobillos hace que me piense si entrar o no pero no me queda otra que armarme de valor. Allí paso las horas, a la orilla de mi Caleta charlando con unos y otros. Se acercan las 7 de la tarde. El sol ya no quema y poco a poco, de una manera elegante, se va escondiendo tras las barcas caleteras. El movimiento de las “bolichas” nos avisa que la tarde está en su mejor momento y es entonces cuando me siento en mi toalla y tranquilo la contemplo. Un mágico atardecer me llena de energía para luego en la semana no fallar ningún día. A la vuelta, cuando la hora de cenar ya comienza, el olor a cazón en adobo y el brillo de las caballas caracterizan a la calle la Palma que tranquila a la gente espera. Y después de todo esto si alguien no entiende porque me gusta un día de playa en la Caleta le pido que me disculpe y que me respete aunque ahora sea yo el que no lo entienda.


Cuack!








2 comentarios:

  1. Bastante gráfico el relato, enhorabuena. Por ponerle un pero,si me permites, sería el no hacer mención al olor a chicharrones del mercado, para los que somos de fuera y desconocíamos la existencia de esta maravilla culinaria, ese aroma debería ser patrimonio de la Humanidad . Por otra parte tal vez La Caleta no sea la mejor playa, pero tiene algo, quizás sea la plata quieta.

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    1. Jaja...permitido el "pero" puedo decir que gracias a los artesanos de ese manjar podemos olerlo una vez que entramos en el casco antiguo. Aun así muchas gracis por el añadido.

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