Dos niños, de diferente edad,
visten iguales por la calle. Uno de ellos, el más alto, lleva una pelota en la
mano y el otro, mediante gestos, solo le
incita a que la tire al suelo para golpearla e ir jugando con ella camino del parque.
Esta imagen que observo tras la ventana de mi salón no es la encargada de
hacerme llegar a esta reflexión. A menudo solemos valorar la figura de nuestros
padres en nuestras vidas. En muchas ocasiones es la figura paternal la que nos
guía en la difícil tarea de vivir y la encargada de marcarnos las pautas de la
buena educación. En otras tantas ocasiones es la figura maternal, aquella que
tiene el sentimiento de la protección más desarrollado que cualquier otra
persona, la encargada de sacarnos a flote en esta compleja vida que se nos
presenta nada más nacer. En diferentes familias, además de estas dos figuras,
existen otras personas que toma las veces de ángel guardián, los hermanos.
No tienen un día marcado en el
calendario pero ellos, además de compartir tus mismos apellidos, comparten algo
más. Se convierten en fieles consejeros en tu vida e inigualables protectores
de la misma. Son las personas de confianza que regalan su tiempo para ayudarte.
Compartes experiencias, amenizan tu infancia, lloras cuando enfermo se ponen y
ríes cuando alegren se encuentran. Escuchar el ruido del sonajero, ayudar a
hacer “el avión” para que coman, payasear para que no estén tristes, ver cómo
crece a tu lado, impresionarte con la
madurez con las que actúan en diversas situaciones, observar la transformación
a adulto y miles de momentos más son recuerdos que jamás se pueden olvidar. En
la vida de todo hermano hay un día que se vuelve más especial de lo normal, es
cuando ves que otra persona entra en su vida. No hay que pensar que el papel de
hermano pasa a ser secundario sino que te alegras por su felicidad y le
recuerdas que un hermano siempre estará en el lugar donde debe estar.
El día que nació y sin saber muy
bien como, aquella persona abrió sus ojos cuando aparecí por la puerta de la
habitación. Ese ser minúsculo olía algo, sentía que los mejores sentimientos se
acercaban. Con lágrimas en mis ojos y un corazón que aceleraba su palpito me
acerque a verla y fue en ese momento cuando sentí que no me sentiría solo. El llanto
que a las dos de la tarde ese mismo día sucedió al verla ya tenía explicación. Todo
ocurrió cuando a los siete años de mi existencia mis padres me premiaban con el
mejor regalo que unos padres te pueden hacer, una hermana.
Cuack!
No hay comentarios:
Publicar un comentario