martes, 23 de abril de 2013

La cama de al lado



Dos niños, de diferente edad, visten iguales por la calle. Uno de ellos, el más alto, lleva una pelota en la mano y el otro, mediante gestos,  solo le incita a que la tire al suelo para golpearla e ir jugando con ella camino del parque. Esta imagen que observo tras la ventana de mi salón no es la encargada de hacerme llegar a esta reflexión. A menudo solemos valorar la figura de nuestros padres en nuestras vidas. En muchas ocasiones es la figura paternal la que nos guía en la difícil tarea de vivir y la encargada de marcarnos las pautas de la buena educación. En otras tantas ocasiones es la figura maternal, aquella que tiene el sentimiento de la protección más desarrollado que cualquier otra persona, la encargada de sacarnos a flote en esta compleja vida que se nos presenta nada más nacer. En diferentes familias, además de estas dos figuras, existen otras personas que toma las veces de ángel guardián, los hermanos.


No tienen un día marcado en el calendario pero ellos, además de compartir tus mismos apellidos, comparten algo más. Se convierten en fieles consejeros en tu vida e inigualables protectores de la misma. Son las personas de confianza que regalan su tiempo para ayudarte. Compartes experiencias, amenizan tu infancia, lloras cuando enfermo se ponen y ríes cuando alegren se encuentran. Escuchar el ruido del sonajero, ayudar a hacer “el avión” para que coman, payasear para que no estén tristes, ver cómo crece a tu lado, impresionarte con la madurez con las que actúan en diversas situaciones, observar la transformación a adulto y miles de momentos más son recuerdos que jamás se pueden olvidar. En la vida de todo hermano hay un día que se vuelve más especial de lo normal, es cuando ves que otra persona entra en su vida. No hay que pensar que el papel de hermano pasa a ser secundario sino que te alegras por su felicidad y le recuerdas que un hermano siempre estará en el lugar donde debe estar.


El día que nació y sin saber muy bien como, aquella persona abrió sus ojos cuando aparecí por la puerta de la habitación. Ese ser minúsculo olía algo, sentía que los mejores sentimientos se acercaban. Con lágrimas en mis ojos y un corazón que aceleraba su palpito me acerque a verla y fue en ese momento cuando sentí que no me sentiría solo. El llanto que a las dos de la tarde ese mismo día sucedió al verla ya tenía explicación. Todo ocurrió cuando a los siete años de mi existencia mis padres me premiaban con el mejor regalo que unos padres te pueden hacer, una hermana.


Cuack!
 

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